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ToggleMuchos intentan resistirse y mañana negarán haberlo afirmado. Sin embargo, todos lo hemos sentido alguna vez (o muchas): las películas de amor nos conmueven y nos muestran un mundo de fantasía con el que es fácil soñar, especialmente si saben dar con la tecla que mejor suena en nosotros.
De acuerdo, no todas las historias de amor nos gustan ni hacen que las mariposas revoloteen en nuestro interior. Muchas nos resultan ajenas, inverosímiles o bobas. No obstante, de vez en cuando vemos una con la que pensamos: esto lo he vivido yo, esto es lo que me gustaría vivir, esto es lo que estoy viviendo en este momento de mi vida. Y me encanta.
¿Qué ocurre dentro de nosotros para que las campanitas de la pantalla suenen también en esa autopista psicológica que va desde nuestro cerebro hasta nuestro estómago, pasando por el corazón?
Más allá de la empatía con la historia de amor
Da la impresión de que lo que sucede es que “empatizamos” con los personajes y sus historias y lo llamamos así en el lenguaje de la calle. Sin embargo, en un sentido estricto lo que sucede no es una cuestión de empatía sino, más bien, de identificación: nos identificamos con lo que ocurre en la pantalla.
En psicología llamamos “empatía” a la capacidad para darnos cuenta de lo que le ocurre a alguien (por ejemplo, detectar sus necesidades) y actuar en consecuencia. Es decir, empatizar con alguien es responder a sus necesidades de manera coherente, en la medida de nuestras posibilidades.
Cuando vemos una película o una serie, o bien leemos una historia, no nos conmovemos porque estemos empatizando con sus protagonistas, ya que nunca vamos a poder responder a lo que ellos necesitan, aunque lo detectemos. En realidad, nos conmovemos porque nos sentimos interpelados por lo que les ocurre, sentimos que ellos o su historia nos representan: nos identificamos con los protagonistas de la historia de amor.
Procesar psicológicamente la realidad y la ficción
Cuando reflexionamos sobre por qué las historias de amor tienen un impacto psicológico tan potente en nosotros se juntan cuestiones puramente psicológicas con cuestiones de tipo metaliterario, es decir, con explicaciones sobre cómo funcionan las narraciones.
Las películas de amor no nos conmueven porque empaticemos con sus protagonistas sino porque nos identificamos con ellosEn este sentido, en las manifestaciones culturales resulta complejo tener claras las diferencias entre la realidad y la ficción y también entre la veracidad y la verosimilitud. Uno de los ejemplos más claros de esta complejidad está en los formatos narrativos (series, películas, anuncios de televisión, obras de teatro, novelas, relatos, etc.) y en cómo impactan en sus espectadores.
Cuando vemos un telediario o una película/serie basada en hechos reales no nos resulta extraño que nos identifiquemos con lo que ocurre. No nos extraña que vivamos emociones muy intensas como espectadores, porque asumimos que lo que vemos es real, incluso aunque tenga años de antigüedad. Sin embargo, sí podríamos extrañarnos cuando nos sentimos identificados al visionar algo que es “mentira”, que no es una realidad, ni siquiera una representación de la realidad “basada en hechos reales”, sino que es una invención o, como se dice técnicamente, una ficción.
Hay que insistir en que las barreras entre lo real y lo no real no están tan claras en las narraciones de ficción, por ejemplo una serie o una película. Aunque suene paradójico, que las historias sean “ficción” no quiere decir que no las percibamos como “reales” en cierto sentido: son representaciones de la realidad. Sabemos que son historias que no han ocurrido “tal cual”, pero las asumimos como verosímiles, de modo que no son reales pero podrían serlo: nosotros podríamos ser ellos.
Está ampliamente estudiado que la norma por la que se rige la Historia es la verdad pero que la norma por la que se rige la ficción es la verosimilitud. Por eso, la literatura narrativa y el cine están hechos de historias que parecen verdad aunque sean mentira y nosotros aceptamos ese juego.
De este modo, las historias nos entretienen y, sobre todo, nos conmueven sin que necesitemos que sean verdad -en el sentido técnico- para que funcionen, es decir, para identificarnos con ellas. Basta con que no sean inverosímiles, es decir, con que sintamos que podrían ser verdaderas historias. Otra cosa es que, por una cuestión de géneros y subgéneros, este acuerdo entre la historia y su espectador se altere un poco, como sucede en la ciencia ficción.
Las series y las películas nos parecen verosímiles en la medida en que hablan de nosotros (de lo que somos, fuimos, quisiéramos ser, podríamos ser), de la gente que conocemos, de los mundos que nos interesan y de los temas que son importantes en nuestra vida. Si hablan de nosotros en ese sentido, las historias funcionarán como reales y nos tocarán porque, en definitiva, nosotros somos lo más real que tenemos.
En última instancia, la clave reside en que nos conmueve, interpela, divierte, etc. aquello que habla de nosotros. Si en la historia que vemos en la película no estamos nosotros nos quedaremos fríos. Podremos apreciarla, pero con emociones y pensamientos muy diferentes y, desde luego, más superficiales. Por eso, siempre nos conmoveremos con una historia a pesar de que no sea “cierta” mientras tenga que ver con nosotros.
Amamos (psicológicamente) las historias de amor
¿Y por qué las amamos? Por lo que ya hemos explicado hasta ahora. Porque tienen que ver con nosotros: con nuestros deseos, frustraciones, fantasías, proyectos, realidades presentes en torno a las relaciones sentimentales.
Como sucede con cualquier otra narración visual o literaria que consumamos, en cierto sentido vivimos las películas o series de amor como una proyección de nuestro mundo interno y, al menos hasta que se encienden las luces, lo que cuentan las historias es real también para nosotros, no solo en el mundo de la historia y sus personajes.
El hecho de emocionarnos -tanto cuando van bien como cuando van mal- ocurre gracias a la magia de la identificación. Cuando decimos que nos identificamos con los personajes nos referimos, literalmente, a que “nos convertimos en ellos” y, por tanto, su historia pasa a estar protagonizada por nosotros. Entonces soy yo a quien buscan en la escalera de incendios con un ramo de flores y una limusina, soy yo a quien le montan una cena romántica después de llevarle a la ópera en avión privado, soy yo a quien saca a bailar el más popular de la clase, soy yo quien celebra sus bodas de oro en una mansión maravillosa frente al mar. Soy yo porque mi fantasía, mi recuerdo o incluso mi realidad actual se materializa a través de unos personajes.
Por otro lado, es muy previsible que nos gusten tanto las historias de amor del cine. No nos engañemos, en el cine todo es más bonito, más fácil y más concreto que en la vida real, la de fuera de la historia. Por eso utilizamos la palabra “Hollywood” como un sinónimo de “paraíso”, “belleza idílica”, “glamour”, “maravilloso”, etc. No somos tontos: nos gusta lo bello y nos gusta lo fácil. Es cierto que existe mucha diversidad de narraciones y mucha diversidad de gustos, lo que permite que nos fascine una historia de amor tormentosa, desgraciada, desgarradora o tóxica. Sin embargo, la que nos va a hacer soñar, la que vamos a desear para nosotros, es la bella y la fácil.
Por qué nos gustan las parejas de famosos
Una relación de pareja, sobre todo si la forman dos famosos, es una historia en sí misma, con protagonistas, secundarios, estructura básica de inicio-nudo-desenlace, trama principal y tramas colaterales.
El marketing y la industria del espectáculo lo han hecho posible y nos lo venden como un subproducto derivado del producto principal (las películas y las series), para que la tensión y la magia no decaigan.
A los espectadores nos interesan ambas narraciones: las películas de ficción que vemos en las pantallas y las películas “de no ficción” que suceden en la alfombra roja, en las páginas de las revistas y en las publicaciones de las redes sociales. Lo que conviene recordar es que ambas historias tienen algo en común: las dos tienen una parte de ficción y una parte de realidad. El buen espectador sabe diferenciar las dos partes sin dejar de disfrutar de ambas.
Procesar la historia de amor a través de nuestra experiencia
Como espectadores, nuestra propia historia personal es crucial a la hora de conectar con una historia de amor. Nuestra experiencia vital es muy amplia y diversa, abarca mucho. Se nutre de las vivencias biográficas concretas que hemos tenido y, por supuesto, de las que no hemos tenido pero nos hubiera gustado, estuvimos a punto, estamos pendientes de vivir, etc.
En este sentido, llegamos a la pantalla también con los valores y principios sociales que nos han inculcado y lo que hemos ido viendo que les ocurre a los demás. De hecho, nuestra experiencia se compone de la realidad vivida de hecho pero también de deseo, fantasía, imitación y aprendizajes. Ese conglomerado lo es todo a la hora de interpretar una historia, por ejemplo una historia de amor.
Gracias a nuestra sensibilidad podemos vibrar no solo a través de nuestras experiencias concretas en primera persona, sino también a través de las experiencias que viven los demás y que nosotros observamos, incluso aunque las vivan “de mentira”, como en el cine. En psicología existe un término que tiene que ver con esto y que está muy presente, por ejemplo, en la relación que se establece entre un paciente y su terapeuta: resonancia.
Como espectadores de una película esta resonancia sucede cuando dos personas se besan en la pantalla pero también cuando les ocurre algo negativo: nuestro cerebro se activa de manera similar si nos pasa algo a nosotros y si vemos que ese algo le está pasando a otra persona.
Además, estamos biológicamente configurados para reaccionar de manera más intensa a estímulos con fuerte carga afectiva que a estímulos neutros. Y un beso es un estímulo con fuerte carga afectiva.
Nuestra relación con los personajes
Al igual que todo lector, todo espectador establece una relación con todos los personajes de una historia. Evidentemente no lo hace igual alguien implicado, experto, intenso o sensible que alguien que consume la historia de una manera más superficial. Tampoco es lo mismo la relación con un personaje secundario que con un protagonista, de la misma manera que no es lo mismo la relación con un personaje que, por lo que sea, nos representa mucho (aunque sea secundario) que con alguien que percibimos como muy ajeno (aunque aparezca todo el rato).
La relación que se establece con los personajes es curiosa, porque ellos nos transmiten muchas cosas pero nosotros no podemos contestarles y no podemos influir en su historia: esta se desarrolla de manera inexorable al margen de nuestras decisiones. Podemos gritarles, enfadarnos con ellos, identificarnos con ellos, enamorarnos o desear ser sus amigos, lo que sea. Les hablamos, incluso en voz alta, sufrimos con ellos y les deseamos todo tipo de cosas… pero no podemos hacérselo llegar.
Es decir, ellos no pueden saber de nosotros pero eso no nos impide dirigirnos a ellos con nuestros pensamientos y emociones: “Ojalá te salves”, “Dile que sí”, “Qué insoportable eres”. Cuando vemos una historia de alguna manera se nos pide que vivamos lo que les ocurre a sus personajes, no solo que lo presenciemos. Nos prestamos a ello como espectadores, ese es nuestro papel en la obra. De este modo, se espera del espectador, como del lector, un cierto nivel de implicación, a no ser que nuestro estilo particular sea como el de alguien que mira a través de un cristal que por el otro lado es un espejo y que permite observar pero no enviar mensajes.
Por eso sí es correcto decir que establecemos una relación con los personajes, porque nos vinculamos a ellos incluso más allá de acabada la serie, película o libro, pero no tanto que interactuamos con ellos, porque no pueden oírnos ni vernos.
En cualquier caso la relación con ellos está ahí: ver una serie, ver una película o leer un libro es, entre otras cosas, entablar un conjunto de relaciones con los personajes y asistir a lo que les ocurre (o lo que alguien nos narra que les ocurre) “como si fuera algo nuestro”.
Aunque no podamos interactuar con los personajes, sí establecemos una relación con ellos que va más allá del final de su historiaPor esta razón, aunque no seamos conscientes de ello, la relación no muere en el momento en que aparecen los títulos de crédito. Cuando una serie, película o libro acaban, parte del trabajo simbólico de “desembarazarnos” de la historia consiste en asumir que los personajes van a continuar simbólicamente sus vidas y que nosotros ya no estaremos ahí mirando. No sabremos qué será de ellos y simplemente nos quedaremos pensando en lo que les hemos dicho o pedido o en lo que hemos deseado para ellos mientras hemos presenciado su historia… sin que ellos nos hayan oído o contestado.
Cada espectador es un mundo y ninguna historia de amor se parece completamente a otra. La capacidad para construirnos y entendernos gracias a esas historias que son falsas y verdaderas a la vez es un verdadero logro psicológico. Pero atención: si vives en el mundo de las películas y te cuesta entender las relaciones amorosas en el mundo real quizá sea el momento de consultar con un psicólogo. Nosotros te podemos ayudar.