La llamada “inteligencia emocional” es una capacidad puramente humana que estaría incluida dentro de la inteligencia en general, que es múltiple, diversa y compleja. El término lleva utilizándose ya muchos años y se hizo muy popular especialmente a raíz del libro del mismo título que escribió Daniel Goleman. Con el tiempo y de manera paulatina ha ido encontrando su sitio también en la literatura más académica (más allá de los best-sellers sobre psicología).
Como acabamos de mencionar, la inteligencia es múltiple y cada una de sus partes, como la inteligencia emocional, tampoco es algo simple, sino que tendría diferentes componentes. Uno de ellos, por ejemplo, sería la destreza para tomar conciencia de nuestras propias emociones y ponerles nombre: ser capaces de describir con cierta profundidad nuestras emociones y sentimientos, nuestro mundo afectivo, que a veces puede ser tan diverso y contradictorio).
También incluiría la destreza para detectar emociones en los demás y responder en consecuencia. Es decir, la inteligencia emocional es, entre otras cosas, la capacidad para responder coherentemente o, simplemente, actuar de manera inteligente ante las emociones de los demás. Esto es tremendamente importante a la hora de relacionarnos y estaría muy relacionado con la empatía.
La inteligencia emocional incluye entender las propias emociones pero también las de los demásDe la misma manera que hay que reaccionar de manera inteligente a las emociones ajenas, no podemos olvidar que las emociones propias hay que expresarlas correctamente y eso forma parte también de la inteligencia emocional. Habría más componentes, pero probablemente estos sean los más importantes.
Cultivar la inteligencia emocional
No es algo fácil ni concreto de llevar a cabo pero básicamente sí, es posible. Nuestras capacidades y rasgos psicológicos no son algo estático, sino dinámico. Algunos de ellos decaen con el tiempo mientras que otros se mantienen o incluso aumentan. La inteligencia en general -y la inteligencia emocional en particular- no es algo ajeno a este dinamismo, al contrario.
Eso quiere decir que quizá un individuo puede no ser la persona más emocionalmente inteligente del mundo en un momento dado, sobre todo cuando aún no ha tenido oportunidad de madurar lo suficiente, pero si logra ampliar su conocimiento sobre las diferentes emociones, aprende a experimentarlas él mismo, con paciencia para ir describiéndolas y para saber ciertas nociones básicas sobre qué hacer y qué no hacer ante ciertas emociones de los otros, puede aumentar su competencia en este ámbito.
Pensemos en los niños, desde que nacen. Quizá no lo decimos con estas palabras pero parte de su educación y su crianza consiste en enseñarles a ser personas inteligentes también en lo emocional. Les enseñamos cómo se llaman las emociones, les preguntamos qué tal están, cómo se sienten, si les ocurre algo (lo cual promueve en ellos que se paren a pensar en ello y vayan entrenando de manera espontánea sus mecanismos de introspección). También hacemos que sus emociones se conviertan en una experiencia compartida, como cuando nos alegramos con su alegría o nos entristecemos con su tristeza. Les enseñamos a expresar sus emociones de manera adecuada, indicándoles de distintas maneras cuánta tristeza, alegría, enfado, etc. es adecuado expresar y de qué manera en cada momento. De este modo, actuamos como modelos emocionales para ellos mostrándoles nuestro estilo de experimentar y expresar nuestras propias emociones, para que puedan aprender a regularse, es decir, a tranquilizarse y canalizar de manera adaptativa toda su energía emocional.
Esto sucede de manera espontánea durante la educación de un niño, pero también en las relaciones entre adultos. Es muy difícil que con el tiempo no nos volvamos aunque sea un poquito más sabios también en lo emocional. Otra cosa es cuánto y si utilizamos o no esa sabiduría, por supuesto.
En algunas ocasiones hay que hacer un trabajo más deliberado y formal sobre «educación emocional» ya que algunas personas, por distintas razones, no han aprendido igual de bien que otras las destrezas básicas de este área. Por ejemplo, aunque parezca algo muy básico, no todo el mundo sabe distinguir bien la tristeza de la preocupación, o de la melancolía, o una alegría sana de una euforia o bien le parece que cualquier grado de miedo es pánico. Algunas personas les cuesta ver si alguien está siendo irónico con ellas o está enfadado o se alegra sinceramente de verlas.
Las emociones son muy diversas y tienen su forma de transmitirse, y algunas personas tienen más dificultades que otras para detectar sus matices, lo que a menudo les lleva a cometer ciertas torpezas en sus relaciones con los demás. Son muy típicos los ejercicios con diferentes caras y gestos para aprender a distinguir unas emociones de otras, y también todo lo que tiene que ver con las llamadas habilidades sociales: qué no hacer cuando una persona está muy enfadada o muy triste, cómo recibir adecuadamente la alegría o el miedo de otros, cuándo una persona se está activando emocionalmente y no conviene alterarla más, etc.
Ventajas de la inteligencia emocional
Son muchas. Básicamente todas las que tienen que ver con lo que llamamos en términos coloquiales “entenderse a uno mismo” y “entender a los demás”. Lo contrario es el desconcierto, el no saber cómo me siento, o no ser capaz de ponerlo en palabras (lo cual lo hace más difuso y confuso), o no saber qué función tienen las emociones que estoy experimentando, es decir, qué sentido tienen, para qué pueden serme útiles.
De la misma manera, si no sé leer correctamente el mundo emocional de las personas con las que me relaciono no voy a ser capaz de comportarme lo mejor posible en relación con eso, lo cual puede generar fricciones con el otro, malos entendidos, la sensación en el otro se no ser comprendido, etc.
Las emociones que sentimos y que sienten los demás nos aportan mucha información sobre qué tipo de personas somos, cómo experimentamos lo que ocurre a nuestro alrededor, cuáles son nuestras motivaciones… Si no tenemos una adecuada capacidad para procesar esta información vamos a ir un poco a ciegas por la vida.
Inteligencia emocional y crisis sanitaria
No va a hacer ningún milagro pero entender lo que nos ocurre y lo que les ocurre a otros siempre está bien. La inteligencia emocional no consiste solo en detectar emociones: incluye localizarlas, analizar sus matices y sus causas, percibir qué función están cumpliendo en la situación concreta, diferenciar su grado de intensidad, saber describirlas con cierta precisión, regularlas si son demasiado intensas, convivir con ellas en la medida en que no podemos desactivarlas automáticamente, saborearlas cuando son placenteras, comunicarlas a otros de manera eficaz y entendible… y hacer esto mismo con las emociones de los demás.
En un momento de crisis es importante poner el miedo (y sus respectivos parientes) en su lugar, reservar espacios para la familia de la alegría, la satisfacción y la esperanza, tener paciencia para acompañar la angustia de los demás (aunque no la compartamos), asumir que las emociones se activan y desactivan en nosotros de manera cíclica e inesperada pero que también podemos promoverlas y potenciarlas hasta cierto punto.
Regular nuestras emociones
Si no somos capaces de parar y tomar conciencia de cómo nos estamos sintiendo y de qué se trata, a un nivel relativamente concreto, no va a ser fácil esa regulación. Regular implica tener cierta capacidad de control sobre nuestra activación emocional, de modo que podamos modular las intensidades excesivamente altas (y también las excesivamente bajas) y, por supuesto, su forma de expresión.
La inteligencia emocional es un conjunto de habilidades que podemos ir entrenando desde pequeños, hasta cierto puntoLa expresión verbal (hablar de ello, compartirlo con otros) influye mucho en si lo que sentimos se activa más o, por el contrario, se desactiva. Un enfado puede ir a más según lo vamos poniendo en palabras y hablamos de ello, podemos “encendernos más”, aunque también puede desactivarse por el hecho del desahogo o de la contención que el otro nos ofrece. Lo mismo sucede con cualquier otra emoción (culpa, miedo, alegría, tristeza, vergüenza, etc.).
Por otro lado, regular siempre implica tomar conciencia de nuestras emociones y esto no puede suceder si no contactamos con nosotros mismos. Este contacto interno consciente tiene que tener lugar a nivel emocional, a nivel cognitivo (qué pensamos mientras estamos sintiendo la emoción concreta) y también a través del cuerpo: localizar en él las emociones, donde a menudo se manifiestan de maneras muy notorias; ser capaces de sentirlas en términos puramente físicos, sin añadirles “literatura interpretativa” con nuestro pensamiento. Contactar con el cuerpo, por ejemplo a través de nuestra respiración, siempre es un anclaje útil en la regulación emocional.
Ahora bien, esta es una destreza en sí misma, una capacidad que podemos mejorar intuitivamente y que también puede ser entrenada en terapia, con la ayuda de un psicólogo capacitado para ello. Por otro lado, se entrena hasta cierto punto y, más allá, tiene que ver con nuestro estilo para afrontar, para reaccionar, para vivir las situaciones, que en parte es el que es. A menudo debemos asumir que se trata también de convivir con ese estilo, no tanto de cambiar algo que no puede cambiar.