El otro día hablábamos de la importancia de la coherencia en nuestra vida, la coherencia entre nuestro corazón y nuestra mente, como base de la autenticidad, como factor principal en el desarrollo personal de una persona.
Ahora, ¿Qué significa ser auténtico/a?
¿Qué características tiene alguien al que percibimos con autenticidad?
Alguien a quien reconocemos como auténtico es alguien que se muestra tal y como es, no hay trampa ni cartón, alguien sin dobleces que no tiene disfraces, aunque pueda ser camaleónico y adaptarse a diferentes momentos sociales.
Una persona auténtica puede, con frecuencia, convertirse en una persona de referencia y posicionarse como una figura de liderazgo. No porque pretenda serlo, sino porque lo consigue sin más.
Entre tú y yo. Seamos honestos… ¿Alguna vez te has comparado y has deseado ser así?
Quizá ésta sea una de las claves: no desear ser alguien que no se es. Ese anhelo que nos empuja a ser o comportarnos como otra persona es, precisamente, el que puede alejarnos de nosotros mismos y nuestra autenticidad u originalidad.
¿Qué cualidades posee una persona auténtica para destacar entre la mayoría?
Uno de los aspectos claves podría ser la firmeza o seguridad en sí misma. No necesita esconderse ni arrepentirse de ser quién es, o dudar de su forma de pensar o actuar. Esto no significa que no tenga inseguridades, por supuesto que las tiene, pero las acepta. Se acepta.
Aceptarse.
¿Y si aceptarse fuera la llave? ¿Y si aceptarse fuera la base de ser auténtico?
La llave que abre la puerta no sólo al bienestar consigo mismo, sino al bienestar con los demás. Puesto que una persona que es capaz de aceptar(se), es una persona capaz de comprender(se), capaz de perdonar(se), dispuesta a rectificar, a crecer, y sobre todo, capaz de quererse a sí mismo, y por ende, a los demás.
Decía el psicólogo Carl Rogers que «la curiosa paradoja es que cuando me acepto tal como soy, entonces puedo cambiar».
Y es que no puedo cambiar aquello que en primer lugar no acepto y no asumo: si no aceptamos, nos resistimos al cambio.
El propio juicio sobre uno mismo, sobre aquello que ‘se supone’ que debes cambiar es lo que hace que te quedes literalmente enganchado y te impide evolucionar. A lo largo del día un sinfín de palabras y emociones atraviesa nuestro cuerpo; pero cuando una de ellas hace ruido y nos molesta, prestamos más atención.
No permitimos que ese ‘ruido’ entre y salga como los demás. Al no aceptar su entrada, al no ‘permitirle’ pasar porque pensamos que ‘dice algo de nosotros que no nos gusta’, ponemos una barrera… Y se queda encerrado. Pero se queda encerrado dentro (de nosotros).
Ahí nace una lucha cuyo propósito es demostrar no ser aquello que no me gusta de mí. No reconocer o enseñar a los demás aquello que juzgo o me desagrada, lo que desemboca en un conflicto interior que se acaba sintiendo en el exterior.
Una pelea que invita a ocultarse tras una máscara, cual Pirandello. Y desde un disfraz, no se puede ser de verdad, no se puede ser auténtico.
No aceptarse es una una trampa, una paradoja, cuya consecuencia está muy bien descrita por Jung…
«Lo que niegas te somete, lo que aceptas, te transforma».