¡La Yoli se casa! ¡Se casa la Yoli! Y para celebrarlo, para celebrar al novio, al trabajo, al cuerpo, a todo lo conseguido desde que los días del instituto quedaron atrás, qué mejor que reunir a las personas de aquella época. Es la mejor manera para que todos nos contemos esa otra mitad de lo que hemos vivido, que hagamos más ruido que el ruido de un cañón y que nos restreguemos por la cara lo mucho que hemos cambiado (o no).
Esta es la premisa dramática de la que parte Física o química: el reencuentro, una pequeña delicia de dos capítulos para descongelar un poco la nostalgia millenial. Dos horas de regreso al pasado con las patas de gallo maquilladas y en las que lo que se planteó como una entrañable reunión para celebrar la vida acaba convertido en una carnicería interpersonal.
Y es que disimular no es tan fácil como parece cuando hay cosas que nunca cambian. Y porque a veces descubrir las que ya han cambiado resulta desolador.
De adolescente a joven adulto
Acabar el colegio implica dejar de ensayar la vida adulta, como cuando éramos adolescentes, y estrenar la función de verdad. En esos años cambia nuestra perspectiva general de la vida, nuestra escala de valores (es decir, de prioridades) y aparecen las primeras heridas (o las segundas, que impactan sobre las que ya había). Y si no, que se lo digan a Yoli y su esfuerzo por renunciar a sus orígenes, o a Paula y su frustración personal y sentimental, a Alma vendiendo en las redes una mentira como infuencer de la familia idílica o a David, que se niega a aceptar que su relación con Fer terminó cuando este murió.
Cada uno recorre el camino a su manera pero esos primeros años veinte, que no siempre son locos ni felices, suelen tener algo en común. Son el momento en el que la gente, como en el verso de Gil de Biedma, empieza a entender que “la vida va en serio” con la sensación de que ya va tarde. Esto da escalofríos, es cierto, sobre todo si nos juntamos junto a la piscina para celebrar una boda y vemos que las primeras veces se han convertido en fósiles incomprensibles y todavía no sabemos que algunos fantasmas son solo humo.
Pero que no cunda el pánico: la seriedad no siempre es triste y, a la larga, entender es mejor que seguir haciéndonos los tontos.
Es importante tener en cuenta que en la vida hay acontecimientos y relaciones que nos marcan mucho. Algunos de ellos nos salvan la vida: buenas decisiones, momentos de gran satisfacción, amistades maravillosas y parejas que nos ayudan a crecer. Otras nos dejan una marca que sentimos que no podemos borrar incluso cuando la “tormenta” hace mucho que pasó. Entonces las vamos arrastrando, influyen en nuestro presente, no acabamos de “superarlas”. Todos tenemos cofres del tesoro en nuestra biografía pero también atracciones fatales, acontecimientos fatales, heridas infectadas o con cicatrices más bien feas.
Al mirar atrás y observar las implacables leyes de la vida podemos ver que hay cambios radicales y revolucionarios. También pueden ser transiciones suaves, con una mayor coherencia con la persona que éramos hace años. O, como en el caso de Gorka, pueden sencillamente no-ocurrir-nunca y hacer que sigamos dando bandazos, sin madurar, como si tuviéramos 17 años eternamente.
Esto depende de las cosas que nos van sucediendo pero también de nuestras características personales: básicamente cuál es el estilo de afrontamiento con que gestionamos las adversidades de la vida, a veces muy traumáticas (que se muera tu pareja). También el estilo con que encaramos los retos: si vamos a la universidad o no, qué estudiamos, cómo empezamos a enfocar nuestra incipiente carrera profesional, si empujamos una relación sentimental o acabamos con ella, si llega la maternidad/paternidad de una manera inesperada o deliberada…
Lo que toca a nuestra edad
Podemos considerar la madurez como un estado más o menos óptimo de crecimiento personal y solidez psicológica que alcanzamos en un determinado momento de nuestras vidas. También podemos considerarla como un proceso de desarrollo personal que no concluye nunca.
Según van pasando los años y nos vamos incorporando a una vida más adulta, nos damos cuenta de que ciertas vulnerabilidades que pensábamos que se nos pasarían con la edad siguen ahí.
Y, lo que es más curioso, conforme vamos teniendo contacto con más personas adultas, incluso de edad bastante más avanzada que la nuestra, advertimos en ellos rasgos adolescentes o infantiles que nunca atribuiríamos a alguien así y eso en el fondo no las vuelve más inmaduras, sino más humanas. Y si no, que vengan Olimpia e Irene para hacernos el nudo de la corbata, qué diablos.
En definitiva, acabamos dándonos cuenta de que, más allá de casos extremos de personas adultas tremendamente infantiles, en general todos conservamos una parte inmadura más o menos grande, que se manifiesta de una manera u otra. Esa parte nos va a acompañar (probablemente) siempre y tenemos que aprender a convivir con ella, tenemos que aprender a tolerarla para no machacarnos en exceso a nosotros mismos.
El arte de compararse bien
Reencuentros y comparaciones, ¿quién no se muere de ganas? Los reencuentros no siempre son felices pero las comparaciones siempre son odiosas (al menos para una de las dos partes). Una vez que no podemos escapar de ellos, se trata de afinar la mirada. En los reencuentros vemos cómo han evolucionado los demás pero debemos juzgarlo no solo en comparación con nosotros sino, en primer lugar, en comparación con ellos mismos: de dónde venían y con qué recursos han contado para llegar hasta donde están ahora.
Seamos justos. No todo el mundo parte del mismo punto, ni tiene el mismo físico (ni la misma química), la misma personalidad, el mismo dinero o la misma red social. Y, por supuesto, no todo el mundo tiene la misma suerte. Recuerda, suerte es todo aquello que nos cae del cielo, es decir, lo que no podemos controlar y en lo que no tenemos influencia ni decisión.
Cuando entramos en modo comparación tenemos que tener esto en cuenta. Debemos tener cuidado y no dejarnos engañar por un discurso aislado (qué hace, a qué se dedica ahora, cómo le va, cómo es su vida de pareja, etc.) y por una simple imagen. A veces las cosas son exactamente lo que parecen pero la mayor parte de las veces no, por una sencilla razón: la realidad es compleja, siempre nos falta información, nadie cuenta la parte mala, todos intentamos proyectar una imagen de éxito.
De hecho, todos evitamos admitir delante de otros (sobre todo delante de nuestros enemigos íntimos o de aquellos con quienes no tenemos mucha confianza) lo que nos da más vergüenza. Así, intentamos que los otros compren la imagen que nosotros queremos venderles: que seguimos siendo los más guais, que tenemos un puestazo, que la vida de esposa y madre que enseñamos en Instagram es envidiable, que nuestra casa y nuestras vacaciones son de ensueño, etc.
No es que pretendamos provocar envidia en los demás pero los que tengan la guardia baja sí la van a sentir. O quizá somos nosotros quienes la sentimos porque devaluamos lo nuestro y sentimos una gran hostilidad hacia los otros, porque decidimos que su vida es mejor que la nuestra.
Sobre todo si nosotros no estamos muy convencidos de nuestros propios logros o aptitudes, las imágenes y discursos rutilantes pueden machacarnos mucho: nos sentábamos en el mismo pupitre, ¿por qué él/ella vive en modo director general y yo vivo en modo becario de pizzería?
Es importante que seamos benevolentes con nuestra trayectoria personal además de exigentes, porque la vida no es igual de justa para todos. También debemos ser críticos cuando nos apabulla la imagen de éxito de los demás: nadie, absolutamente nadie, tiene una vida perfecta, el problema es que las que son como Alma o como Cova no te lo van a contar de buenas a primeras, tienes que recordarlo tú.
En resumen, recordar que la vida va en serio, incluso cuando lo empezamos a comprender más tarde, tiene que incluir al menos tres cosas:
1. Algunas cosas sí acaban llegando
Con un poco de suerte la vida es larga y tiende a ser lenta. Puede que un poco de autocrítica al estilo de Paula no venga mal de vez en cuando y haya que admitir que, en parte, la culpa es nuestra por tomar malas decisiones. Pero solo en parte.
No tengas prisa por llegar a ningún puerto de placidez eterna porque ese puerto (sentimos la decepción) no existe. Por ejemplo, en lo sentimental todo el mundo tiene idas y venidas, tú aprecia lo que tienes y desconfía de las postales de pareja perfecta: ninguna lo es.
En lo profesional es cierto que algunas personas pegan acelerones muy potentes y consiguen puestos muy altos a edades muy tempranas: son excepciones. Tú ve paso a paso, no tienes que vivir la vida de nadie y el éxito tiene muchas formas. Hay trenes que pasan solo una vez (qué pena, ¿verdad?) pero también hay segundas y terceras oportunidades. Si nos abrimos a ellas y sabemos distinguirlas de las que ya nunca serán.
2. Ya que vas a compararte, compárate bien
Hay primeros golpes de vista que te pueden dejar un poco por los suelos, pero fíjate también en aquellos referentes que te recuerdan que tú también estás bien, a tu manera. No des por supuesto que, porque tú ves éxito en otro, el otro está encantado de conocerse. No des por hecho que, porque tú no te ves bien a ti misma/o o crees que no has avanzado en la vida, a los demás les va a parecer lo mismo. Recuerda siempre que la realidad es más amplia de lo que decimos y nos dicen, de lo que vemos en los otros y en nosotros mismos.
3. Sé indulgente con tu proceso personal
Quizá sigues arrastrando historias desde los tiempos del instituto de las que no logras desembarzarte. La inseguridad de no encajar, la soledad de ser juzgada, el miedo a aceptar quien eres, el acoso por ser diferente, la estrechez de destacar solo por tu valor sexual, la frustración de haber visto esfumados tus proyectos. Por no hablar de las relaciones que nos marcan para siempre y se terminan y de los acontecimientos que siempre supondrán un antes y un después, al menos de momento.
La vida va en serio y hay procesos que son largos y heridas que no sanan nunca. Pero hay muchas cosas que pueden encarrilarse. Date tiempo para ir poco a poco comprendiendo lo que te va ocurriendo en la vida y aprendiendo a convivir con ello. Si te supera, si te incomoda demasiado, entonces es el momento de tomar responsabilidad y pedir ayuda profesional: un psicólogo te puede ayudar a conseguirlo.