3 cosas en las que la emergencia te ha hecho pensar

Si una cosa está quedando clara durante las últimas semanas es que la crisis sanitaria originada por la pandemia de COVID-19 está dando mucho que hablar pero, sobre todo, mucho que pensar.

Los temas para la reflexión, es decir, las diferentes lecturas o interpretaciones que puedan hacerse sobre los múltiples matices de esta experiencia, son tan abundantes que necesitaríamos libros enteros para abordarlos en profundidad.

Por no extendernos mucho, hoy queremos poner el acento solo en tres de los temas que esta pandemia y sus consecuencias han puesto encima de nuestras mesas. Tres temas que esta crisis ha señalado directamente, poniéndolos en tela de juicio, por no decir patas arriba. En definitiva, tres temas que tienen que ver contigo y que, de una manera u otra, habrán despertado en ti sensaciones, conclusiones, emociones y conductas que, en condiciones normales, seguramente no habrías desarrollado pero a las que ahora hay que dar una nueva estructura.

El entretenimiento y uso del tiempo

El uso del tiempo, particularmente del tiempo que llamamos “libre” -o de libre disposición, por decirlo en términos más funcionariales- ha sido siempre un desafío para el ser humano. Esa clase de tiempo, el tiempo libre, tiende a ser considerada de manera monolítica como una bendición, algo bueno por sí mismo, sin desventajas.

Queremos que quienes explican, expliquen ahora, y nos expliquen solo lo que somos capaces de tolerar.

Sin embargo, al igual que un gran poder supone una gran responsabilidad, un gran tiempo libre también nos obliga a una gran responsabilidad: la de responder por nosotros mismos. Cuando se lo considera de manera acrítica como algo siempre agradable, se olvida que ese tiempo puede pasar de bendición a maldición si no se disponen de los suficientes recursos para gestionarlo. Lo saben sobradamente muchas personas jubiladas hasta que encuentran un nuevo equilibrio de ocupaciones y también los parados de larga duración. Lo saben todos aquellos que en algún momento -o varios- de sus largas vacaciones han pensado que no sabían qué hacer con todo ese capital de tiempo e, incluso, se han sentido un poco culpables por no estar “aprovechándolo” mejor.

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Lo saben también todas esas personas, sobre todo las que se han quedado de repente sin trabajo estas semanas, que han sido literalmente sepultadas por una gran cantidad de tiempo “libre”, es decir, tiempo sin obligaciones, en el peor de los escenarios posibles: aquel en el que no puedes hacer absolutamente nada que implique utilizar algo que no tengas en casa o que requiera la compañía de alguien que no está en tu casa. El ser humano frente a la vivencia del vacío y el aburrimiento.

Aquellos que ya antes disponían de una gran destreza en el noble arte del simple entretenerse están logrando pasar el confinamiento sin grandes sufrimientos por este lado. Sin embargo, aquellas personas que ya antes tenían problemas serios para pasar o matar el tiempo no destinado a trabajar u ocuparse de algo indelegable ahora han visto duplicado su desafío. Ya no se trata solo ocupar las largas horas de confinamiento doméstico como quien rellena un saco hasta reventar, sino también de no sucumbir a una crisis personal en toda regla, un caos interior causado por la desocupación, por la incapacidad para emplear el tiempo en actividades medianamente nutritivas, por la falta de fortaleza para sostener la angustia que puede llegar a provocar el no tener nada que hacer durante un día y otro día y así hasta que el cuerpo o la epidemia aguanten.

Vulnerabilidad y miedo a la muerte

Acostumbrados al devenir de las gripes normales, esta neo-gripe también nos pareció al principio otra gripe de siempre o, al menos, eso nos dio la mollera para entender hasta que empezaron a cambiar las tornas. Tampoco sabíamos más, todo sea dicho, a pesar de que mucha gente sí sabía mucho, o todo y, sin embargo, por alguna extraña conspiración su sabia voz quedó silenciada. Pero esa es otra historia.

Decía que, acostumbrados a las gripes de toda la vida, que afectan a las personas como las afectan, se expanden como se expanden, matan a quien matan y generan los ingresos hospitalarios que generan, la virulencia del nuevo coronavirus nos ha pillado con la sensación de fortaleza alta pero con la fortaleza real algo más baja. Esto, como no podía ser de otra manera, nos ha hecho un roto importante en nuestra autoestima como especie pero también en nuestra identidad particular, o al menos la parte de nuestra identidad particular que necesita sentirse relativamente invulnerable, relativamente ajena a las maldiciones propias de la vida.

El tiempo libre puede convertirse en una maldición si no se tienen las herramientas para manejarlo adecuadamente

Al principio, porque la biología es como es, nos aferramos a la idea de que caer, lo que se dice caer, iban a caer los de siempre: aquellos más ancianos y aquellos de otras edades que tuvieran otras importantes complicaciones de salud. Luego la cosa ya se fue diversificando más y el umbral de ancianidad y demás factores de riesgo fue bajando y bajando. Bajó tanto que, cuando quisimos darnos cuenta, emergió la preocupación de toda una franja de personas que, hasta el momento, se había sentido ajena a las complicaciones peores de la enfermedad pero que acabó por sentirse tan aludida por ellas como la que más.

Hablo, por ejemplo, de esas personas de entre cincuenta y tantos y sesenta y tantos, maduras pero aún muy jóvenes si se tiene en cuenta la esperanza de vida en nuestro país. Personas con una salud normal e incluso buena. Personas desacostumbradas, por tanto, a preocuparse seriamente por su salud y, por supuesto, a preocuparse por su propia vida, de pronto fueron conscientes de que el virus también iba a por ellas. Y eso por no hablar de toda la casuística de afecciones graves y fallecimientos que, en otras circunstancias, no se producían en personas aún más jóvenes y que esta vez han sido abundantes.

Esta emergencia sanitaria nos deja una clara tarea para la reflexión sobre cómo medimos nuestra vulnerabilidad ante la enfermedad y la muerte, es decir, cómo calibramos nuestro optimismo, el nivel de amenaza que puede llegar a ocultarse bajo la apariencia suave de una gripe de siempre. Una lectura sobre quiénes de nosotros debemos preocuparnos o por quiénes de nuestro alrededor debemos preocuparnos. El virus nos ha gritado ante la cara que, ante la duda, por todos, por cualquiera o simplemente, como decíamos de pequeños, por todos mis compañeros pero por mí el primero.

Incertidumbre

Una vez más, y van millones en la historia de la humanidad, estamos ante una crisis de las certezas. De hecho, ¿qué es la historia de la humanidad sino una crisis permanente de cualquier certeza menos de aquella que indica que no existe certeza alguna, acaso la de morirse algún día e incluso esta cuesta de ser entendida?

En situaciones como la actual se renueva con fuerza el impulso demasiado humano de anticipar qué pasará y cómo seremos, el ansia de dibujarse a uno mismo y de dibujar la sociedad de los próximos corto, medio y largo plazos. Como en la famosa novela, hay que hacer esfuerzos por contener la impaciencia de querer conocer ya no solo cuál es nuestro rostro hoy sino cuál será nuestro rostro mañana.

Vivimos -o vivíamos- tiempos familiarizados con la moda de lo nuevo, lo rápido y, sobre todo, lo presente. Los tiempos del aquí y el ahora, del disfrute de un único momento: el que está sucediendo en este instante, con total desprecio del que ya pasó o habrá de venir. Vivir así nos desconecta del funcionamiento normal de nuestro cerebro, que necesariamente tiene que manejar las tres riendas a la vez: la del presente, la del pasado y la del futuro. Eso en condiciones normales. En condiciones de emergencia sanitaria la cosa cambia un poco y empieza el tira y afloja entre el ir día a día y el papá cuándo llegamos.

Cuando no nos desconectamos del manejo de las tres riendas, bien porque queremos estar a todo o bien porque nos cansamos de un aquí y un ahora que se nos queda corto o nos resulta insoportable, volvemos a chasquear el látigo de proyectarnos hacia el futuro mientras contenemos nuestra nostalgia. De querer entender lo que pasa, anticipar lo que vendrá, encontrarle a todo su justa explicación, el dato que desvele los misterios.

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Queremos que quienes decidan, decidan rápido y que además lo hagan bien. Queremos que quienes explican, expliquen ahora, y nos expliquen solo lo que somos capaces de tolerar. Queremos que quienes predicen, predigan pronto y que además acierten. Soportamos mal el no saber, el ya veremos. Hay en todo ser humano un pequeño gran controlador esperando su oportunidad para zarandear al de enfrente por las solapas: dígame qué ocurre, qué tengo que hacer, por qué estamos así, qué me espera todavía. Se revela nuestra angustia por no saber, por no poder conformarnos con lo de ahora.

Nos pasa, en definitiva, lo que les pasa a esos periodistas que, en la presentación de un libro que acaba de salir, que aún está caliente de la imprenta, como aquel que dice, preguntan a su escritor: ¿está ya escribiendo algo nuevo?, ¿de qué irá su próxima obra? Ojalá fuéramos más capaces de sentir compasión por la perplejidad que siente el escritor en esos momentos.

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