Salud o enfermedad: ¿con qué términos te defines?

La salud es relativa y flexible y esto se muestra en cómo nos adaptamos a las distintas normas sociales, tareas y actividades de la vida cotidiana que rigen nuestras formas de afrontar cuestiones relativas a nuestra biología.

Si compartes el primer enunciado, imagino que también estarás de acuerdo conmigo en que enfermo o patológico es lo contrario de sano y no el contrario lógico de normal.

No obstante, la ideología occidental capitalista, que se fundamenta en la competitividad y la ambición por alcanzar éxito a toda costa, no comparte ese pensamiento en tanto que sigue un ideal de bienestar regido por el nivel de consumo y producción. De este modo, ocurre que lo normal excluye lo patológico y la salud se vincula a “lo normal”. Somos, en cierta medida, consumidores de las industrias de la discapacidad desde que entendemos que todo lo que excede de la media se considera anormal e intentamos habilitar a ese cuerpo discapacitado, improductivo, para que se normalice mediante un tratamiento farmacológico orientado a la producción de organismos sanos.

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En la constitución de la Organización Mundial de la Salud figura que «la salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades».

Reflexionemos un instante sobre las siguientes cuestiones: ¿puedo estar bien aun teniendo que lidiar con la diabetes, el crohn o la esquizofrenia?, ¿cuál es el estado completo de bienestar teniendo en cuenta mis circunstancias físicas, mentales y sociales? Estoy convencida de que tu respuesta a la primera pregunta es afirmativa y que piensas que no podemos valorar el estado de nuestra salud sin tener en cuenta el contexto en el que nos encontramos. Ya lo dejó grabado en la historia de la filosofía José Ortega y Gasset con la célebre frase “Yo soy yo y mis circunstancias”.

La salud puede ser pensada como la posibilidad de caer enfermo y recuperarse. Transponiendo una frase del escritor Paul Valéry, se puede decir que “la posibilidad de abusar de la salud forma parte de la salud”. Esto es, la enfermedad es circunstancial y no una característica intrínseca de la persona. “Soy bipolar”, “soy un psicótico”, “soy una depresiva”… Dime, ¿cuántas veces has escuchado a un conocido o a un familiar definirse con estos términos? ¿Acaso un síntoma o una etiqueta diagnóstica del vocabulario del déficit mental, construido para el entendimiento entre los profesionales de la psiquiatría y de la psicología clínica, es un rasgo de nuestra identidad?

Los términos del déficit mental: “insano”, “psicótico”, “esquizofrénico”, “esquizoafectivo”, “depresivo”, “bipolar”, son términos que atraviesan la naturalidad de nuestra condición como persona y la patologizan de forma global. Estas características patológicas permanecen en nosotros a través del tiempo y las situaciones y se desvinculan de algo muy importante que mencionamos unas cuantas líneas más arriba: la importancia de las circunstancias en nuestros problemas mentales.

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De esta forma, resulta comprensible que todo lo relacionado con la mente dé pavor, pues una experiencia entendida en términos de enfermedad y del déficit aleja la posibilidad de tener una vida satisfactoria.

Observamos que una persona que, en circunstancias complicadas, reacciona de forma extrema, se convierte directamente en una “neurótica”. Alguien que se comporta de forma inusual es llamado “esquizofrénico” en vez de estrafalario o excéntrico. Ya no existen la melancolía, la tristeza o el sentimiento de vacuidad en nuestro vocabulario común, sino “depresión” como estado normal ante la muerte de un ser querido, “depresión post-vacacional”, “depresión pre-menstrual”, “depresión pos-parto”, etc.

Estamos patologizando la vida diaria, enfermando las experiencias que nos hacen humanos, reduciendo nuestra tolerancia al sufrimiento y haciéndonos cada vez más dependientes del sistema sanitario viendo en los tratamientos farmacológicos la panacea para los problemas y dificultades de la vida.

Cada vez hay más pacientes y la medicina se ve forzada a comprender y dar nombre a experiencias que no eran de su competencia. Quizá por eso no parece escandalizarnos que haya fármacos para casi todo. Un ejemplo de este control social de la psiquiatría y de la persecución de lo sano es el incremento de categorías diagnósticas de las distintas ediciones del DSM, que es el manual que emplean los psicólogos clínicos para hacer sus diagnósticos: desde su primera versión en el año 1952, con ciento seis categorías, a su quinta versión en 2013, con más de trescientas.

Una de las consecuencias principales que se desprenden de este incremento de criterios para el bienestar mental es que también se incrementa el número de formas en las que uno puede ser inferior en comparación con otros. Dicho de otro modo, integrar este vocabulario en nuestra identidad nos lleva a construir una historia sobre nosotros saturada de problemas con etiquetas que hacen referencia a un problema biológico interno (“Estoy diagnosticada con trastorno bipolar y me ocurre esto que es radicalmente diferente de lo que te sucede a ti, diagnosticado con depresión”) en vez de incluir aquellos aspectos comunes que nos relacionan como personas (“Ambos estamos pasando por una etapa de tremendo sufrimiento”).

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La terminología del déficit mental es, esencialmente, una atribución interna del problema. Es decir, se ha convertido ya en creencia popular la idea de que existen ciertos desequilibrios neuroquímicos en el cerebro que predisponen a la persona a padecer ciertas experiencias desagradables y que esta es la causa principal por la que aquellos diagnosticados con depresión, trastorno bipolar, TDAH, esquizofrenia, etc., experimentan una realidad marcada y condicionada por síntomas dolorosos que requieren un tratamiento farmacológico para sanar y normalizarse.

¿Con qué vocabulario te defines: con un lenguaje propio o con el del déficit mental? Actualmente existen distintas asociaciones y colectivos de personas que promueven la emancipación de la clínica: hablan de participación, de intercambio, de escucha, de empatía, de co-responsabilidad y de utilizar una terminología propia no relacionada con el halo de enfermedad que envuelve al lenguaje de la enfermedad mental.

Un ejemplo de ello es el de la comunidad autista, que acuñó el término neurodivergente para referirse a la neurología atípica del autismo y utilizarlo en contraste con el lenguaje del déficit propio la psiquiatría, que habla de trastorno o enfermedad mental. La utilización de este término se ha extendido y también lo han integrado en su vocabulario otros colectivos, como las personas diagnosticadas con TDAH y dislexia.

La idea no es rechazar unos términos y hacer acopio de otros, sino cuestionarnos qué vocabulario nos permite elaborar una narración de nosotros mismos más útil y que dé lugar a construir iniciativas que nos permitan estar en el mundo de forma valiosa para nosotros.

La medicina y la psicología clínica están invadiendo ámbitos y etapas de la vida que antes eran aceptadas y resueltas sin necesidad de recurrir a los profesionales sanitarios. Desde el lenguaje médico se utiliza la expresión “el paciente no tiene tolerancia a la frustración” o “tolerancia cero” cuando se comporta de forma ansiosa o con una sensibilidad excesiva ante aquello que le es desagradable lo cual, en ocasiones, requiere un ajuste biológico de la persona, de su comportamiento o del entorno.

La medicalización de ciertos eventos de nuestra vida genera mayores expectativas y menor tolerancia perpetuando estas situaciones y cerrando el ciclo de “enfermización” progresiva de nuestra sociedad.

La idea de que las profesiones de la salud van ligadas a lo científico crea la ilusión en algunas personas de que el rápido avance de las tecnologías trae consigo la correspondiente mejora del bienestar. Se exigen todo tipo de pruebas diagnósticas que permitan un diagnóstico inmediato y una solución rápida a nuestro malestar. Le pedimos a la medicina que comprenda nuestro problema, que lo traduzca a nuestro al lenguaje de la psiquiatría y que nos proporcione un tratamiento farmacológico que nos sane. Todo ello genera que en las fases iniciales de un problema de salud (con síntomas inespecíficos y variables), ante la presión de la población, se prescriban tratamientos que con alta probabilidad van a resultar ineficaces y ello genera nuevas consultas y nuevos tratamientos.

Desde nuestro sistema cultural se rechaza lo más básico e individual como es el sufrimiento y el malestar y se demoniza el dolor como algo anormal. Esta búsqueda de siempre sentirse bien abre la posibilidad de funcionar evitando experiencias dolorosas que, a largo plazo, resultan destructivas. De este modo, la persona con malestar acude a consulta porque necesita reducir el temor, el desaliento, la tristeza, etc., para sentirse bien. Es decir, la necesidad permanente de evitar esas situaciones o eventos que nos producen malestar hace que dirijamos nuestras acciones, esfuerzo y energía a eludir esa angustia en vez de llevar a cabo acciones en una dirección valiosa para nosotros.

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¿Cómo avanzar más allá del dolor?

Ciertamente no es tarea fácil. El ser humano -en general todos los animales- parece estar programado para evitar el dolor y buscar el placer como parte de su sistema de autopreservación. El dolor nos indica que está sucediendo algo que tenemos que resolver para restaurar el equilibrio y no se dé un mal funcionamiento de nuestro organismo.

El dolor no es solo un síntoma, sino lo que nos motiva a iniciar el cambio para resolver esa situación. El tratamiento puramente farmacológico frente a un problema que no es solo físico se centra en eliminar el dolor-síntoma (apatía, dificultad para conciliar el sueño, falta de concentración, etc.,). Desde luego, esto nos hará sentir bien pero solo a corto plazo. ¿No te suena? Sí, resulta que el fármaco nos proporciona un alivio inmediato pero, en muchas ocasiones, esto no resuelve el problema real y el malestar se vuelve a hacer presente, a veces más intenso y extendido en el tiempo.

Ser verbal implica hacer comparaciones, situar lo que nos sucede y lo que tiene relevancia para nosotros en el pasado, el presente y el futuro. Implica construir reglas y direcciones de valor y sentido para nuestra vida. La terapia psicológica, más que proporcionar una solución inmediata al malestar, pretende generar las condiciones necesarias para que la persona tome conciencia plena, abierta y distanciada de lo que le está ocurriendo y poner en marcha iniciativas para actuar de un modo valioso. Esto implica ser flexible, hacer un uso transformador del lenguaje, estar presente y ser consciente de lo que nos sucede aquí y ahora, con lo que nuestros valores demandarían que hiciéramos, en lugar de quedar atrapados bajo la necesidad de eludir el malestar.  

Teniendo en cuenta el papel fundamental del lenguaje en la condición humana, una narración donde el autoconcepto esté marcado por la enfermedad y el sufrimiento genera la expectativa de un futuro donde prevalece el fracaso. De aquí viene nuestra necesidad y preocupación moral por reivindicar un diálogo transformador que permita la construcción de un relato con el que nos sintamos cómodos y con el que crear el sentimiento de una nueva realidad y formas más amables de relacionarnos alejadas de la enfermedad.

En definitiva, construir las condiciones que nos permitan caminar en la dirección de lo que nos es valioso en vez de dejarnos arrastrar por la cultura de la inmediatez deja ver que podemos construir un discurso alternativo sobre la salud mental que sea más inclusivo, abierto a matices que no limiten ni subyuguen a la persona.

Es importante proporcionar vocabularios útiles que incrementen nuestras alternativas de actuación y nos empoderen, en vez de situarnos en el rol pasivo del enfermo. Solo mediante la crítica y el cuestionamiento podremos reclamar la legitimidad de expresar nuestra experiencia íntima con un vocabulario propio.

 

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