El discreto encanto de los antihéroes

El mundo de la ficción, plasmado sobre todo a través de la literatura y el cine, provee nuestro imaginario de un sinfín de personajes, tipos e incluso caricaturas que acaban convirtiéndose en auténticos referentes de conducta y personalidad. Algunos de ellos son más positivos, ejemplifican las virtudes que deseamos poseer o a las que conviene acercarse. Otros, en cambio, resultan aparentemente más indeseables, bien porque su mediocridad o pequeñez los aleja de lo admirable, bien porque son el vivo ejemplo de la maldad. Estos últimos, aun dentro de su diversidad, son los que incluiríamos en el cajón de los antihéroes.

Sea como sea, lo interesante no es solo que existan malos, buenos, héroes improbables o pobres diablos en nuestras narraciones compartidas. Lo interesante es que, lo queramos admitir o no, no son siempre los “mejores” los personajes que más nos gustan. Lejos de esto, mientras los personajes bondadosos despiertan nuestro aplauso moral, los que se llevan los laureles de nuestra fascinación y, por qué no, de nuestro secreto deseo de identificación, son muchas veces los más despreciables, los menos triunfadores, los más retorcidos.

Nos fascinan los malos

No fuimos nosotros, sino Mae West, la primera que se dio cuenta de que las chicas buenas van al cielo pero que las malas van a todas partes. No nos extrañemos entonces de que un antihéroe bien construido resulte tener más chispa que el mejor de los Atticus Finch. Pero, ¿por qué? Probablemente porque no siempre hay criterios absolutos, sino relativos, respecto a lo que es admirable y lo que no lo es, de la misma manera que no siempre está claro qué decisiones son acertadas y cuáles son erróneas.

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No en vano, las normas morales por las que nos regimos las personas e indican lo que es bueno/decente/recomendable/necesario/reprochable varían enormemente de un ser humano a otro, incluso entre miembros de un mismo grupo de amigos, familia, ciudad, país, momento histórico, etc. Por otro lado, no hay que olvidar que, como espectadores, podemos admirar ciertas cualidades de personajes reprobables, o aprobar algunas de sus decisiones, sin que ello implique que las aprobamos todas, o que nos identificamos al cien por cien con ellos. Los buenos personajes, también los buenos “malos” o los “héroes cuestionables” tienen una característica en común con los seres humanos reales: tienen virtudes y defectos, su identidad está llena de matices.

La maldad que es válida para ser alabada en la ficción nunca debe ser trasladada al terreno de lo real

De este modo, su encanto proviene precisamente de sus matices, de sus contradicciones, de aquello que el espectador no se espera que hagan. También de sus conductas improbables y, por supuesto, de la buena capacidad del espectador para juzgar las conductas del personaje en su contexto y no solo en sí mismas. Es decir, de su capacidad para comprender al personaje en términos relativos y no absolutos.

Es importante aclarar que esto no equivale a justificarle, más bien a entenderlo desde un punto de vista que no juzga, sino que tiene una visión más profunda y completa de la realidad. Eso es lo que permite, por ejemplo, intuir que Joker no es un mero mamarracho que va por ahí cargándose a gente o que Don Draper no es, ni mucho menos, el clásico guaperas de día/crápula de noche. De esta manera, queda claro que existen buenas explicaciones para lo que a simple vista parece solo el estereotipo fácil que antecede a un juicio fácil pero seguramente injusto.

Me gustan los malos: ¿soy terrible?

En absoluto. Los gustos y las identificaciones no son una tabla de la ley sobre la santidad o la rectitud moral de los espectadores de una obra de ficción. No deben serlo ni pueden serlo. Normalmente lo que ocurre no es que nos guste la maldad de un personaje, aunque nos pueda fascinar, sino que nos gusta el personaje a pesar de su maldad. De acuerdo, en ocasiones es por su maldad, pero siempre entendiendo que es un personaje y siempre sabiendo distinguir que lo que él hace nos puede fascinar como ficción, como narración, pero que no es aplicable ni justificable llevarlo la vida real, la cual necesariamente debe regirse por otros códigos.

Saber separar lo que es válido para el arte pero no sirve para la vida real debe ser un matiz siempre presente en la reflexión sobre este tema. Una vez aclarado esto, puede llamarnos la atención lo mucho que alabamos algunas características de este tipo de personajes en contraste con lo poco que censuramos sus rasgos más denostables.

Es posible que esto se deba a un cúmulo de razones. Por un contagio de opiniones debido a una falta de criterio propio, por ver solo la superficie, por la rigidez de no saber distinguir las acciones reprobables de las acciones justificables y aprobar -o decir que se aprueban- las primeras.

O sencillamente porque, a pesar de ser personajes con características despreciables, están tan bien construidos que saben hacer diana en la simpatía del espectador o en su buen gusto. No hay que olvidar que, a diferencia de lo que ocurre en la vida real, en el terreno de lo artístico (ya sea en literatura, cine o pintura, que no son sino diferentes formas de narración) se da la paradoja de que lo feo, lo detestable, lo malvado o lo desagradable, resultan bellos siempre que estén suficientemente bien armados: bien narrados, estéticamente logrados, acertadamente diseñados en su profundidad.

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Hay quien dice que los espectadores tienden a admirar a estos antihéroes o, por llamarlos por su verdadero nombre, a estos auténticos malos malosos- pero, en cambio, odiar a las antiheroínas. Siendo rigurosos, yo no tengo ninguna explicación para ello si es que tal fenómeno es real. Puestos a encontrársela, una hipótesis plausible habría que buscarla en un sesgo sexista según el cual las mujeres malas resultan más antipáticas que “los malos de película”, como si el espectador medio tendiera a pensar en términos de “arpías insoportables versus malvados interesantes”. Sin embargo, debo insistir en que esta es la explicación fácil y de moda, pero no pasa de ser una primera opinión. Al fin y al cabo, es evidente que hay antiheroínas que pueden resultar tan magníficas como sus compañeros masculinos. Sin ir más lejos, ahí tienes a la terrorífica Patty Hewes de Damages, la inquietante Claire Underwood de House of cards o la, qué diablos, adorable Maléfica.

Irresistible boca del lobo

Pareciera que, trasladando todo esto al terreno de la vida real, sintiéramos una atracción irresistible hacia lo peligroso. Al fin y al cabo, muchas veces lo peligroso no es solo peligroso. De acuerdo, es cierto que a veces nos atrae el peligro por el peligro, o el riesgo por el riesgo pero, muy a menudo, lo que nos atrae no es tanto la parte peligrosa sino lo que la envuelve.

Por eso lo que nos atrae de conducir a 200 Km/h no es tanto la alta probabilidad de morir en el intento sino lo excitante que resulta para nuestro cuerpo la percepción de esa velocidad. Lo que nos atrae de un callejón oscuro no es la posibilidad de ser acuchillados en él, sino el misterio de lo desconocido. No obstante, todo esto son especulaciones, dado que las conductas humanas -aunque a veces parezcan muy simples o muy incoherentes- tienen motivaciones complejas y no siempre es posible determinar sus componentes, ni siquiera para quienes las ejecutan.

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